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martes, 14 de agosto de 2012

De días 13.

No, no voy a realizar una disertación sobre los martes y/o viernes y 13. Ni siquiera sobre los lunes 13, lo cual creo que ya realicé en cierta ocasión (y si no lo hecho no lo voy a hacer ya). Simplemente quería aprovechar para dejar constancia de una serie de casualidades o causalidades, vete a saber, que me han ocurrido este lunes 13 de agosto de 2012.

No sé vosotros pero yo, a la hora de la música, soy partidario de la reproducción aleatoria, tener una buena y larga lista de canciones y que a la hora de darle al play salte la que tenga que saltar. Hoy en particular, dentro de una lista de reproducción bastante movidita, ha saltado una bastante triste. No tan triste como para hacerme saltar las lágrimas, pero si lo bastante como para desactivar el modo aleatorio y dejarla sonando una y otra vez durante un buen rato. Me había dejado un tanto bastante más tontorrón de lo habitual, pensativo y melancólico, sobre todo melancólico, esa sensación que tan olvidada tenía.

De repente llamaron a mi puerta. Eso era raro. En un año era la segunda vez que llamaban a la puerta de mi piso sin llamar antes por el telefonillo. La primera vez fue un vendedor de imágenes de San Francisco Javier (tamaño A3) que se había colado o habían dejado entrar en el bloque. No me molesté en preguntar, simplemente le cerré la puerta. ¿Quién podía ser esta segunda vez? Me levanté de la silla con la melancolía aún clavada en el pecho, pero sonriente y contento de tener a alguien en mi puerta. Me alegran las sorpresas, sean del signo que sean. Llegué a la puerta, eché una ojeada por la mirilla... volví a mirar por la mirilla y me abrí la puerta.
–¡Hijo de la grandísima puta! –me dije. –¿Tienes idea de la cantidad de meses que me llevo esperando a que regrese?
Allí estaba yo, en mi propia puerta, con la misma sonrisa y serenidad de entonces.
–24. Exactamente 24 meses –me respondí.

Lo dicho en el párrafo anterior es ficticio, excepto lo del vendedor de imágenes en mi puerta... creo. Fue tan surrealista aquel instante que aún no termino de asimilarlo. Lo del vendedor de imágenes también tuvo lo suyo... Ya de vuelta en mi silla y mi melancolía miré el calendario y comprobé agosto del 2010. Luego, movido por un borroso recuerdo, revolví dentro de una abultada carpeta en la que guardo un poco de todo. Bingo. Encontré un billete de avión, fecha viernes de 13 de agosto, hora 13:00. Miré el reloj y calculé que allá eran en ese momento las 16:40. Salí a las 13:00, más 45 minutos de vuelo, más 15 para recoger la maleta y salir en furgoneta hacia Puerto Escondido (si, en una pista en medio de la selva es fácil y rápido recoger el equipaje e irse), más 1:30 para llegar al hotel Posada Real era igual a que justo en ese momento, 24 meses atrás, yo ya había entrado en mi habitación y estaba viendo desde la ventana...
Puerto Escondido... la playa, aquella playa en las que pasé tantas horas paseando, meditando y componiendo versos. Aún sin fotos la recordaba exactamente así, una gran porción de arena solitaria, la furia del Pacífico que con tanto ímpetu quería arrastrarme a su interior, ese conjunto de rocas a medio camino en las que me apoyaba a otear el horizonte y el ocaso, el conjunto mayor de rocas al final que delimitaba aquel espacio que con absoluta nitidez se había grabado en mi memoria. Mas, ¿qué había pasado con el paseante? ¿Qué había sido de aquel que tanto había cambiado en cuestión de días? No reconocía en el espejo a aquel que fui  Quizás, se me ocurre así a botepronto, que aún estoy allí, yo en Sevilla y él yo en Puerto Escondido. También podría ser una cuestión climatológica. Así como hay violetas que sólo crecen en las laderas del Teide puede que también haya personas que crezcan en el Nuevo Mundo y se marchiten al retornar al Viejo. O tal vez traerme una botella de medio litro con la arena de aquella playa no fue suficiente. O quizás fue mi naturaleza o mi destino o una serie de casualidades o causalidades o un doble sentido o el vendedor de imágenes de San Francisco Javier...


Vete a saber...
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