Cada mediodía se alza el Angelus, orado devotamente por docenas de gargantas desde múltiples rincones de la urbe, desde las parroquias, los conventos, las casas. A mediodía...
A medianoche los únicos cantos que se alzan son los de los borrachos. La devoción se acuesta temprano para poner a la mañana siguiente la otra mejilla. Acá se quedan solo los malos... y los centinelas, dos grupos que cada día se me antojan más uno sólo.
Continuo mis divagaciones nocturnas en el mismo sitio en que las dejé, en lo más alto de la torre. En el norte la guerra ha estallado. De acá parten levas, jóvenes inexpertos que, en su gran mayoría, nunca volveremos a ver. Muchos, yo el primero, pero sobre todo muchas madres se preguntan por qué y para qué. ¿Qué ganamos con la muerte? ¿Por qué llevar la muerte, por qué dejar que se nos acerque? ¿Tan diferentes somos? ¿Acaso importa?
Pienso en el enemigo y pienso en mis amigos. ¿Por qué los habitantes de dos reinos tenemos que enfrentarnos? ¿Dónde están los motivos? Antón y Rodrigo, a mi diestra y siniestra ahora mismo, son radicalmente diferentes el uno del otro, uno es un sieso desconfiado y el otro un bobalicón sin remedio, pero no por ello se matan, ni tan siquiera discuten. Yo mismo considero tener una personalidad extraña, totalmente distinta a la de cualquier persona con la que haya topado hasta el momento, y no por ello voy ensartando en mi lanza a todo aquel distinto de mi, aún por muy molesto que me pueda resultar. Los soldados somos gente disciplinada, no caemos en la provocación. Aquellos a los que defendemos, mercaderes, religiosos, artesanos... son gente pacífica, no desean la guerra, mucho menos cuando ello implica la muerte de sus propios hijos. No son tontos.
En realidad se pueden contar con los dedos de una mano los hijos de puta reincidentes, los que tienen la suficiente habilidad y experiencia para liarla parda. Más me preocupan los no habituales, más difíciles de detectar y arrestar. Pero aquellos no están en una situación de poder como para poder hacer girar los engranajes de la guerra, sólo nuestros gobernantes pueden declararla. Lo único que no entiendo, por mucho que rebusco entre los límites de la noche, es porqué tendrían que mandarnos a morir. Antón dice que por amor... al dinero. Rodrigo me sorprendió contestándome que hay gente que sólo quiere sangre y fuego, sin importar el precio, sino que se lo pregunten a Nerón.
Yo creo que ambas respuestas pueden ser correctas, que todo sea una cuestión de avaricia y sadismo. También es posible que sea más sencillo. Simplemente nuestros gobernantes son tontos de remate.
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