Siempre quise tener un abrecartas. Pero los ejemplares que encontraba en mi tierra no me gustaban, caros, plateados y con diseños excesivamente simplistas.
En mi viaje al fin del mundo recalé en
Teotihuacan, la ciudad de los dioses. Antes de entrar nos dieron una explicación sobre la
obsidiana y su uso ritual. Acto seguido pasamos a la habitual tienda. Di con abrecartas dorados con mango de obsidiana en los cuales estaban talladas las efigies de diferentes dioses. No era barata pero tampoco tan cara como las que podía encontrar acá en España, y su diseño me fascinó. Aquel dios oscuro me acompañó a las costas del Pacífico, a la contemplativa soledad de la capital mexicana y los once mil kilómetros de vuelta a casa.
Desde un principio se me antojó indestructible. Yo ya sabía que a la obsidiana se le llama vidrio volcánico y que podía ser despedazada, pulida, y obtener un sinfín de formas y colores; pero tenía esa impresión. Aquella piedra negra era indestructible y punto.
Una noche, mientras leía blogs, mi mano izquierda jugaba con la daga (el abrecartas) mientras con la derecha saltaba de artículo en artículo con el ratón. En un determinado momento la oculté bajo la manga con el mango hacia arriba. Bajé el brazo para que cayera de la manga y agarrarla en el aire, en plena caída. No llegué a tiempo...
Al golpe le siguió un extraño tintineo. Miré hacia abajo extrañado. A mis pies estaba el abrecartas... con sólo media cabeza del dios. La otra mitad de la cabeza yacía un metro a mi izquierda, allá había ido a parar tras dar unas cuantas vueltas, el extraño tintineo antes citado. Aquello me dejó totalmente confuso. Recogí los trozos y me quedé un buen rato mirándolos en silencio. En el fondo lo sabía, pero no lo creía posible. Lo creía totalmente imposible. Mi firme creencia en aquel dios indestructible se había quebrado cayendo desde apenas 30 centímetros.
El primer pegamento no hizo nada salvo enguarrar las juntas, el segundo, más potente, funcionó, y como Alonso Quijano con su yelmo no me molesté en realizar una segunda comprobación al arreglo. Dejé al dios en el rincón menos visible del portalápices. Por miedo a que se rompa del todo se pasará bastante tiempo sin ser empuñado. No es un recuerdo fácil de sustituir.
Empuñar... Caí en la cuenta de lo absurdo que estaba siendo aquella devoción por un trozo de obsidiana con hoja metálica. En realidad no era yo quien empuñaba el abrecartas sino el abrecartas que me empuñaba a mi. La muerte de ese dios me había liberado. Seguí con ese hilo y me di cuenta de la cantidad de veces que creemos ser dueño de algo cuando es realidad es justamente lo contrario. La espada y la pluma nos empuñan, las teclas y el gatillo nos pulsan a nosotros y no al contrario. Un católico no tiene un crucifijo, la cruz lo tiene a él bien clavado. No tenemos ropa, sino que es la marca quien nos viste. Igualmente en el mundo digital no tenemos un blog, facebook y twitter, sino que ellos nos tienen para que les escribamos.
En una sociedad tan iconográfica e iconofílica como la nuestra son los símbolos quienes nos definen, no al contrario. Las imágenes nos hacen sufrir, gozar, reír y llorar, son ellas las dueñas de nuestras emociones y nuestros comportamientos. Somos nosotros los objetos, los poseídos por el
símbolo en cuestión. Cierto que el origen del símbolo está en el ser humano, pero una vez establecido entra en un estado de autosuficiencia en la que no depende de nosotros pero si nosotros de él. Somos nosotros los empuñados... o más bien los que nos dejamos empuñar.
Observé mi muñeca derecha, el brazalete rojo y negro que también provenía de allende los mares. Luego miré el tablón de corcho, a la rueda roja y negra con siete almenas y una lambda de los mismos colores en su interior, ese engranaje que me hace girar. Observé ambos símbolos comprendiendo que yo era esclavo de ellos, pero sé es más libre cuando uno se sabe esclavo, aún más cuando los grilletes se los puso uno voluntariamente, y todavía más cuando se tiene opción a llave y papelera.
Dejé de mirar los símbolos, apagué el ordenador y me puse a escribir en el primer trozo de papel que encontré, a enumerar todos los signos que me conforman. ¿Y tú, cuales son las esencias que te definen?