Marco dio un respingo en su puesto. Mi grito sin duda le había sacado de su duermevela.
―¿Quién vive? ―respondió aún con un deje de somnolencia en su voz. Pregunta interesante, ¿quién vive...? No le respondí, acerqué la antorcha a mi rostro, esa antorcha de la que hace rato debía haberse percatado. Tardó un poco en reconocer el rostro de su teniente y en repetir la orden que le había dado a los centinelas que aguardaban tras ellas. Las primeras luces del alba se alzaban a mi espalda. Apagué la antorcha en la tierra del camino y tiré de las riendas de mi caballo dirigiéndolo hacia el interior de la ciudad. Antón y Rodrigo no me reconocieron hasta tener mi rostro a un par de palmos de los suyos debido al contraluz del amanecer. Fue Rodrigo el primero en reaccionar.
―Bu, buenos días, mi teniente. El cabo Padilla estaba a punto de salir a buscarle ―dijo mientras me fijaba que un jinete se acercaba al trote. Paró a pocos metros y me indicó con un par de gestos que montara y le siguiese. Trotamos hasta el cuartel. En el patio un grupo de jinetes bien pertrechados aguardaban junto al corcel del capitán. Padilla me indicó que esperara ahí y, apeándose de su caballo, entró en la puerta más cercana al abrevadero.
No tardó en salir con el capitán Taida. El capitán me lanzó una mirada inquisitiva. Sabía lo que me estaba preguntando y asentí levemente con la cabeza. Se acercó y me entregó un rollo de papiro. No disimulé en mi rostro la extrañeza. Sabía lo que era tan solo de oídas, jamás había visto uno. Hice el ademán de desenrrollarlo... ―NO ―dijo con firmeza mi capitán―. No lo abras aquí. Retírate a tu aposento, teniente. Y no te demores mucho, estás al mando en mi ausencia.
Sin una sola palabra más me apeé, entregué las riendas al mozo de cuadras y me retiré a cumplir ordenes. Detrás mía escuché claramente los cascos del resto de caballos. El capitán y su escolta habían partido, intuía donde.
Ya en mi aposento, bien encerrado, comencé a leer el papiro.
Medianoche del martes 8 en la torre abandonada al final del callejón del aire. No leas ni una línea más de este papiro hasta entonces.
He de confesar que esperaba cualquier cosa excepto algo así. ¿Para qué quería mi capitán que fuese a aquel viejo torreón? Lo mirara por donde lo mirara no le veía ningún sentido. Tendría que ser paciente, sin ser la paciencia ninguna de mis escasas virtudes. La tentación de seguir leyendo me ardía entre las manos. Lancé el papiro a lo más alto de la estantería y, tomando arco y carcaj, me encaminé a la torre central. Tenía una tarea que satisfacer, ya habría tiempo para resolver acertijos a medianoche.