¿Qué harías si el mismísimo Satanás se presentase de improviso en tu fiesta? ¿Qué podrías hacer? Nada... al fin y al cabo él es el dueño de tu alma. Se la vendiste para que tu nombre apareciese con grandes clamorosas letras de neón en ninguna parte digna de elogio o meritoria del recuerdo.
Y él estaría ahí, visiblemente en la esquina con su Bloody Mary y su cínica sonrisa, arropado por su chaqueta de terciopelo rojo y su insaciable jactancia, deleitándose entre sorbo y sorbo con la visión de un patético títere que cree ser capaz de mover los hilos de su propia existencia.
De tanto en tanto cedería a la tentación de provocarte abriendo un poco su chaqueta, doblando la solapa interna para mostrarte un trozo de papel en su bolsillo interno, un folio pulcramente doblado en el que estampaste tu firma con la oscura sangre de tus venas y en el que imaginas (o tal vez no) ver una copia de tu rostro pugnando por escapar de las clausulas del contrato. Te lanzaría un gesto de desafío. Sabes que si rompieras la hoja tú volverías a ser tú por completo.
También por supuesto se acabaría todo lo que conlleva, los micrófonos, las sonrisas falsas, los escenarios, los aplausos enlatados, la firma desgastada... La fama falaz y gloria efímera se esfumaría y sólo te quedarías, tú, con toda la integridad que aún pudieses rescatar.
Míralo, se ha puesto en pie y avanza hacia ti. Deja el contrato a tus pies y se marcha sin pagar, milenios de costumbre le avalan. ¿Y ahora qué? Ahora... nada. No existe tal contrato, no le has vendido tu alma porque no puedes. De poder lo habrías hecho, pero no, no puedes. No existe Satanás. Él hace tiempo que se prejubiló, vive a cuerpo de dios tras vender las acciones del Infierno a las compañías telefónicas.
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