Diario del centinela, capítulo XXIV: Quietud.
Cuesta creer y hacer creer, pero ya poco me importa lo que crean los demás, tan sólo lo que yo creo. La ciudad están en calma, en perfecta quietud tras el anochecer. Los habitantes se han retirado a refugiarse en el sueño mientras los centinelas quedamos despiertos, haciendo guardia hasta que el sol nos releve.
Es invierno, el frío siempre fue mi debilidad. Esta noche sopla una leve brisa, no demasiado fría, que me permite pensar con claridad en vez de pasarme las horas quejándome y buscando el leve alivio del fuego de las antorchas. Esta noche me refugio en las tinieblas mientras mantengo la vista clavada en el deber, en el inexistente movimiento dentro y fuera de las murallas.
Cuesta creer, pero ahora lo creo, lo veo claro. Las murallas y los centinelas somos la misma cosa, tan sólo piedra fría que acaba desgastándose y sustituida, fragmentos débiles en equilibrio precario. Nuestras defensas son sólidas ergo frágiles. Por muy firmes que pretendamos mantenernos siempre, más tarde o más temprano, acabamos quebrándonos y rompiéndonos. Quedamos tan sólo siendo polvo, arena con la que alguien contará el tiempo en la que un centinela es sustituido por otro, en la que una muralla caída sustituirá a otra.
Observo las casas desde la oscuridad. Imagino a toda esa gente roncando a pierna suelta. Imagino que no dormirían tan bien de saber lo que ahora sé. Están totalmente desprotegidos, tan totalmente expuestos como cualquiera de los de mi oficio. Las murallas son sólo piedras amontonadas, las puertas son simple madera siendo carcomida por las termitas, los centinelas somos miedo empuñando espadas.
Cuando un escudo se rompe el soldado sufre antes de recibir la estocada, ya sabe lo que se le avecina. Estoy en la quietud de las tinieblas, alejado del calor de las antorchas y de la camaradería, pasando frío, a solas apoyado en mi lanza, llorando con todas las defensas destrozadas, pero en la completa oscuridad, alejado de todo. A mi sólo se me puede ver sangrar, nunca llorar.
A lo lejos se alza un grito y el aullido de un perro. La quietud está rota. La muralla tiembla, ¿o soy yo?
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