Puedo entenderlo, pero no apoyarlo. Están encerrados en una celda, en la misma en la que en su tiempo encerraron a tantos malhechores.
Puedo entender qué les llevó a esta situación. A menudo, en mis noches más oscuras me pregunto si es esto realmente lo que debería estar haciendo, si esto es lo que debería seguir haciendo de ahora en adelante. ¿Es así como van a transcurrir todos los días de mi vida, como un centinela? ¿Es así como quiero que transcurran? ¿Qué pasará cuando llegue esa edad, si llega, en la que pierda fuerza, resistencia y reflejos, en la que apenas sea una sombra del centinela que soy ahora?
Me he imaginado varias respuestas. La más probable es que tarde o temprano acabe siendo movilizado para alguna batalla y no sobreviva. También probable es no escapar con vida de alguna de las habituales refriegas en las calles de Puerto Nallacia. Lo menos posible es el caso planteado, llegar a viejo y canoso. Supongo que entonces tendría que dedicarme a otro menester, dentro o fuera del ejército, bien a adoctrinar una nueva generación de soldados o a ser un mercader, un artesano o un escriba más tras estos u otros muros.
En realidad no me lo he planteado con la suficiente intensidad. Mi sangre es joven y disfruto del tiempo en que aún me hierve en las venas, de las jarras de cerveza en la taberna y del mareo que me produce la mera visión de las curvas de la nueva posadera.
También disfruto de mis decisiones, de mis errores y mis aciertos. No sé si mi vida es un acierto o un error, pero fue mi decisión. Los encarcelados, excentinelas de la muralla norte, decidieron y asumieron en su momento lo mismo que yo. Se comprometieron y fallaron a su palabra, ignorando sus obligaciones, abandonando sus puestos y dejando que personajes que nunca deben entrar a la ciudad entrasen. Ahora tendrán que pagar por su deserción.
Puedo entenderlo, abandonar es mucho más sencillo que perseverar. Pero no puedo apoyarlo, soy el que soy.
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