Al abrir los ojos por segunda vez miré el reloj en su atípica posición de siempre. Aún no eran las nueve de un festivo local. Pensé en levantarme y empezar las mil tareas pendientes que me había impuesto. Mi cuerpo se quejó, pero no físicamente. La costumbre, la puta inercia de miles de mañanas se quejaba. Para mi cuerpo aquella mañana era como la de cualquier sábado y domingo y podía permitirme la licencia de seguir enredado entre las sábanas todo el tiempo que quisiera, hasta que mi propio cuerpo se cansara de descansar. Pero me negué...
La inercia, lejos de rendirse, me tentó con darme la vuelta y seguir durmiendo otra hora más (por lo menos) o al menos, si me iba a levantar de la cama, dedicar la mañana a no hacer nada. No estaba dispuesta a claudicar a la idea de tareas en un día festivo.
Me levanté, habiendo dormido seis horas, desoyendo a todas mis quejas internas. Me detuve, extrañado, en medio de la habitación. Así que esto era el final y el principio... No estaba muy seguro de que fuera a gustarme. Solo había una manera de averiguarlo. Abrí la puerta y salí a mi mundo.
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