Si desea el lector una prueba concluyente para distinguir al verdadero romántico del falso -cosa realmente valiosa cuando examinamos a un poeta, a un yerno o a un profesor de historia moderna- creo que la mejor que se me puede ocurrir es la siguiente: el falso romántico es aficionado tanto a los castillos como a las catedrales. Si el poeta o el enamorado admira por igual las ruinas de una forteleza y las ruinas de un templo, entonces lo que admira son las ruinas, e irremediablamente también él será un ruina. Admira lo medival porque está muerto y no porque una vez viviera, y su gusto por el pasado poético es tan frívolo como un baile de disfraces. Los castillos sólo son testimonio de ambiciones, ambiciones ya muertas. Muertas porque fracasaron o porque se cumplieron. Las catedrales, sin embargo, dan fe no de ambiciones, sino de ideales, y de ideales que todavía viven o, mejor aún, que son inmortales. Inmortales porque nadie ha sido nunca capaz de cumplirlos ni de hacerlos fracasar.
Extraído de Lectura y locura, págs. 232-233, artículo La adivinanza de la restauración, 2008, Ediciones Espuela de Plata.
Pues a mi me gustan los castillos y las catedrales me dejan normalmente frío. Lo que está vivo y presente puedo verlo y vivirlo en cualquier momento. Las ruinas no siempre estarán ahí. Tal vez el día que las catedrales sean ruinas...
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