Hace poco estuve intentando convencer a redactores y lectores de un excelente diario socialista de que la democracia, después de todo, era algo muy decente. Fracasé. Aquellos redactores y lectores eran gente verdaderamente encantadora e incluso divertida, pero no fueron capaces de digerir una paradoja como la de que los pobres tienen realmente la razón y los ricos están realmente equivocados. A consecuencia de aquello les ha quedado para siempre la tendencia a asociar mi nombre al a ginebra –bebida de la que no gusto en absoluto– y el maltrato a las esposas –pasatiempo para el cual carezco de la energía necesaria–.
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