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lunes, 17 de agosto de 2009

Apuntes de Historia

Leyendo Introducción al estudio de la historia de Josep Fontana (editorial Crítica, colección nuevos instrumentos universitarios) durante mi viaje a Barcelona me he topado con varios fragmentos que me han llamado la atención. Os los reproduzco:
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El debilitamiento del control efectivo de las iglesias en el terreno de la moral dio prominencia a las normas higiénico-morales expresadas por los médicos, que formarían una moral laica que respondía a motivaciones sociales convencionales y tenía poco que ver con la ciencia. En 1758 un médico de Lausana, Tissot, publicaba Onanismo. Tratado de los desórdenes producidos por la masturbación, un libro que tendría un éxito espectacular. De acuerdo con las ideas de Tissot, los médicos atribuyeron a la masturbación todas las enfermedades imaginables: tuberculosis, impotencia, imbecilidad, catalepsia y, sobre todo, la locura. Sabemos de muchos niños y niñas a los que, siguiendo consejos médicos, se les hacía dormir con camisa de fuerza o encadenados para que no se masturbaran; en el siglo XIX reaparecerían los cinturones metálicos de castidad, ahora de uso infantil (en 1930 todavía se vendían, algunos con un aparato eléctrico), y se llegaron a someter a las criaturas a la clitoridectomía (ablación quirúrgica del clítoris), la enervación de los genitales o la castración.

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La mortalidad de los hijos era mucho más elevada que la de las madres: casi la mitad de los nacidos moría antes de cumplir quince años. Cuando los niños nacían, las comadronas les arreglaban la cabeza o la nariz presionándolas con las manos. No había ninguna medida higiénica. Sabemos, por ejemplo, cómo cuidaba el médico real al príncipe que había de convertirse en Luis XIII de Francia: a los dos meses del nacimiento se le frotó la frente y la cara con mantequilla y aceite; a los cinco años de edad le lavaron las piernas por primera vez con agua tibia; pero no le bañaron por completo hasta los siete años. Si esto se hacía con los hijos de los reyes, cuidados por médicos especialmente asignados, puede imaginarse cuál era la higiene con que se atendía a los demás niños.

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Todo esto nos permite avanzar una reflexión sobre el problema Europa-África y sobre los miedos a la inmigración que se desarrollan en nuestra sociedad. El remedio no reside en poner barreras y construir murallas, sino en ayudar a nuestros vecinos del sur a ser menos pobres. Lo cual no se consigue con ayuda económica -o por lo menos con los volúmenes de ayuda económica que hoy les proporcionamos-, sino que tiene que ver también cno la forma en que están organizadas estas sociedades. La mayoría de los países africanos con demografías explosivas no sólo son pobres, sino que padecen regímenes dictatoriales, monarquías corrompidas o gobiernos pretendidamente modernizadores pero ineficaces y represivos. Y lo malo es que, por intereses políticos y económicos complejos, a los políticos de los países desarrollados les conviene precisamente este tipo de gobiernos corruptos, que les parece la única garantía contra las amenazas "revolucionarias" a sus intereses. Se puede comprobar, por ejemplo, que el hecho de que un gobierno haya sido denunciado por practicar la tortura no hace que lo excluya de la ayuda económica internacional: un gobierno que tortura merece confianza por lo que se refiere a su capacidad de hacer observar las reglas del juego que garantizan el respeto de las propiedades extranjeras y el pago de las deudas.
El problema de la pobreza de los africanos no se resuelve enviándoles conservas y medicamentos para evitar que mueran, sino consiguiendo que vivan mejor. Y hay que pensar que sino se consigue que tengan unas expectativas mínimas de subsistencia, seguirán llamando a la puerta de nuestras casas o entrando por la ventana. Sólo se quedarán en África si se consigue que vivan mejor. Será entonces también, cuando tengan un futuro esperanzador para sus hijos, cuando su fertilidad disminuirá.
La lección final que podríamos deducir es una de las más universales, y más olvidadas, que nos enseña la historia: tan sólo la solidaridad puede resolver los grandes problemas de los hombres. O nos salvamos juntos, o nos perdemos todos.

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La implantación de la agricultura ha sido, al parecer, un acontecimiento complejo y dramático. El paso de la vida de cazador- recolector a la de agricultor-ganadero no ha implicado una mejora, ya que ha entrañado un empeoramiento de la calidad de la vida humana y ha determinado la aparición de nuevas enfermedades, una existencia más corta y tal vez un incremento de la violencia, como consecuencia de la apropiación de la tierra y de la necesidad de defenderla. Se ha llegado a decir que la agricultura ha sido "la peor equivocación de la historia de la especie humana." Ha sido, en todo caso, una equivocación inevitable, vinculada a los cambios climáticos que se produjeron al final de la última glaciación.

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Con la agricultura apareció también en el Próximo oriente el alcohol. Las primeras bebidas deben haber procedido de la fermentación de los dátiles; después han surgido la cerveza, producida a partir de la cebada, el vino y, en las tierras del norte de Europa, el aguamiel fermentado. Estas bebidas, que substituían a otros intoxicantes usados desde la prehistoria, como el opio y los derivados del cáñamo, se difundieron con la agricultura y acabaron constituyendo un elemento característico de la civilización europea.

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Un caso especial de barco de guerra gigante fue el que hizo constuir Ptolomeo IV de Egipto: era de 127 m de largo (eslora), 17 de ancho (manga) y 22 de altura (puntal). Parece que era de doble casco y se dice que necesitaba 4.000 remeros (a razón de cinco a ocho por cada remo) y 2.850 marineros para manejarlo. Era dificilísmo de maniobrar, de manera que permaneció amarrado en el puerto y nunca hizo servicio activo: era una especie de arma de disuasión.

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En el paso del antiguo al nuevo régimen cambiaron la naturaleza del derecho penal (a partir de la influencia ejercida por la obra de Beccaria Dei delitti e delle pene, 1764) y de la carcel. Se consideró que se debía establecer una relación fija y declarada entre los delitos y las penas que los castigaban, y que la reclusión debía cumplir una función educativa y correctora. La nueva prisión era adminitrada por funcionarios a sueldo del estado, estaba cerrada y prentedía mantener a los reclusos constantemente vigilados: de ahí los proyectos de "panópticon" o prisiones modelo radiales, en las que desde el centro de podía vigilar todo. Para evitar la corrupción de los más jóvenes -en 1872 encontramos en Inglaterra a un niño de doce años condenado a un mes de trabajos forzados por haber robado dos conejos- los presos deberían quedar totalmente aislados. Un aislamiento que se reforzaba con el silencio a que se les obligaba, con las separaciones que impedía que se vieran, y con las máscaras que les obligaban a llevar para que no se reconocieran en los escasos momentos en que estaban juntos. El trabajo forzado llegaría ahora su extremo más inhumano con la rueda, que se hacía girar con los pies, a un ritmo de cincuenta pasos por minuto, hasta diez horas diarias, en turnos de veinte minutos de trabajo seguidos de otros veinte de reposo. A veces la rueda servía para moler grano o para subir agua, pero la mayoría de las veces "molía el aire", y se consideraba que su misma inutilidad aumentaba su naturaleza de castigo, y por la misma razón, su función educativa. Estas cárceles educadoras habían sido creadas por la insistencia del humanitarismo, pero su resultado, en lugar de ser el de preparar a los hombres para se reintegraran a la disciplina de la fábrica, fue con mucha frecuencia la locura.

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